En el Llano
de Dona
A
mí de siempre me ha gustado el campo y la naturaleza. De pequeño, con diez años
cuando me daban las vacaciones en el colegio enseguida me iba al cortijo de mi
hermana la mayor que estaba casada. Me distraía con las faenas del cortijo:
jugaba con los niños y con “Lady” un perro blanco y negro muy cariñoso al que le
gustaba mucho jugar.
Mi tarea diaria era
sacar los cerdos a carear los rastrojos con mi amigo y vecino Antoñillo que
también llevaba sus cerdos. Cada día salíamos al amanecer y al atardecer para
que los animales comieran con la fresca de la mañana y de la tarde.
Una
tarde del mes de agosto que íbamos Antoñillo y yo con los cerdos, unos buenos
vecinos de la finca de al lado nos ofrecieron unos melones para refrescarnos y
nos sentamos sobre un majano a comerlos.
Cuando
llegó la hora de marcharnos, nos dimos cuenta de que me faltaban la mitad de los
cerdos. Cuando llegué al cortijo, muy preocupado, me di cuenta de que mi cuñado
Rafael estaba en el pueblo. Así que mi hermana y yo nos fuimos a buscarlos por
todos los alrededores. Estaba todo oscuro e íbamos muertos de miedo, cuando de
pronto apareció Lady entre unos matojos. ¡No lo esperábamos! Menudo susto nos
llevamos con lo que ya teníamos encima. Él nunca se retiraba del cortijo y sin
embargo, aquella noche sabía que había ocurrido algo y salió a acompañarnos sin
que nosotros nos diéramos cuenta.
Cuando
llegamos al cortijo, yo me acosté muy pronto cansado y muy preocupado. Cuando
me levanté por la mañana, estaba todo con mucha calma.
Yo
seguía igual de intranquilo, temiendo ver a Rafael. Los cerdos no hacían ruido,
todo estaba tranquilo hasta que llegó Rafael y me preguntó por los cerdos.
Yo
le conté lo que me había pasado y me dijo ¿ahora qué hacemos? Yo me encogí de hombros.
Rafael siguió diciendo: “No te preocupes más que yo fui a
buscarlos anoche, cuando llegué. Estaban bebiendo agua en el pozo, ya que se
fueron al monte y se hartaron de bellotas. Ahora están durmiendo así que hoy no
tienes que sacarlos”.
Entonces
descansé y me quedé como si me hubieran quitado un gran peso de encima, no
sabía si llorar o reír. ¡Así que me puse a reír de alegría!
Y
desde ese día no les quité nunca el ojo de encima ni un momento a los cerdos
del Llano de Dona.
Salvador Moreno Negro
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